Una historia cualquiera

Su historia puede ser como la de muchos otros. De niño le regalaron un par de libros ilustrados con los cuentos de Charles Dickens. Su emoción puede ser descrita como tibia. Eran libros grandes con dibujos a todo color, pero le molestaba mucho el tipo de letra de los diálogos en las viñetas y los rostros de los personajes le parecían desagradables. Tal vez los habrá hojeado un par de veces y nunca se interesó por lo que contaban. Por esa misma época, pasaba siempre por el cuarto donde estaba la biblioteca, un arrume de libros de ciencias, una enciclopedia, dos diccionarios y tres libros con biografías de personajes relevantes de la historia de la humanidad. Al azar escogía un tomo de la enciclopedia y buscaba algún nombre que hubiera escuchado de la televisión o de sus clases en el colegio. Cuando se sentía con más agallas, revisaba las biografías de Tolstoi o de Pushkin. Era curioso, había muchos rusos, pero eso no le importaba. Cuando su hermano mayor se casó, la esposa apareció con sus propias lecturas y no se contuvo de curiosearlas. Libros de autosuperación, de psicoanálisis y algunos de literatura. Tenía clara la diferencia porque su educación le brindaba ante todo límites. Alguna vez se cruzó con el primer libro que lo iba a perturbar, sin motivarlo a masturbarse. Se sintió bendecido por la historia y por los personajes. Sintió que hacía parte de algo en este mundo. Esa experiencia la vivirá un par de veces más hasta considerar que él mismo debe hacer parte de ese Panteón de letras. Los tiempos cambian y pasa de escribir pequeñas historias personales en una máquina de escribir prestada por un amigo de barrio a pequeñas historias personales en un computador para, en principio, guardarlas en una carpeta oculta y, luego, subirlas a una página personal en internet que, evidentemente, sólo él conocía. Encontrarse con esta posibilidad le llenó de agallas y quiso el reconocimiento de Tolstoi, Pushkin o Mozart, no por el arte que creaban, sino por aparecer en enciclopedias o diccionarios o libros biográficos. Nació en él el deseo narcisista de ser recordado.

Y empezó por donde casi todos empiezan: por las fantasías. Y claro que tenía enormes habilidades para crear historias absurdas. Jóvenes mercenarios viviendo una vida de violencia en medio de sexo y drogas. Un Papá Noel perseguido por la Fuerza Pública. Dos adolescentes en su primera experiencia sexual en un baño de colegio. Una joven que descubre su instinto lésbico por accidente. Eran historias absurdas porque escribía de lo que no sabía. No importa, quería encantar, quería caer bien, quería sorprender, quería engatusar. Como buen acumulador, llenó la carpeta oculta con varias docenas de historias muy similares. Viajes en transporte público, caminatas bajo la lluvia, tardes en la biblioteca. Con cierto nerviosismo esperaba que sus lectores hipotéticos aclamaran su obra maestra pero pasaba el tiempo y no recibía ningún comentario. Así que acudió a lo más profundo de su mente y extrajo una historia extensa, irreal, confusamente metafórica, y de ahí recibió sus primeros halagos, por demás efusivos. Su narcisismo se convertía en egotismo. Desatado y desenfrenado, pudo llevar esas historias pesadas e inextricables a otros medios, por primera vez impresos y ahí alcanzó el cielo de su arrogancia. Pero era cauteloso, así que a nadie de sus conocidos les comentaba de sus logros con las letras. Prefería callar cada uno de sus pasos porque no quería ser odiado, no ahora. Vivió de su fama por un largo periodo de tiempo, y no me refiero a que haya recibido ganancias económicas, igual no le importaban, para él le bastaba ver su nombre impreso, su nombre ganando, su nombre nombrado.  Pero algo no he dicho de ese ser, de esta historia que tan común les puede parecer. Los fracasos acumulados superaban en amplio margen sus éxitos. Y ese dique ya había sido reparado varias veces, estaba frágil, a punto de desbordarse. Claro, ese momento llegó.

Descubrió que su ego y su narcisismo eran columnas débiles que sostenían un mundo de muchos defectos. Varias veces se cuestionó por la labor que había realizado, por los textos que había creado y dado a conocer y dudó en continuar por ese camino. Se sintió falso, varias veces le dijeron que era pésimo en lo que hacía, los señalamientos de sus errores fueron letales. En ese punto se detuvo y se hizo la pregunta que se debía desde el inicio de su megalomanía: ¿para qué escribir? Y no halló respuesta sino hasta el día que se cruzó con alguien más que le dijo dos cosas: que también escribía y que quería charlar sobre las creaciones. Y perdió su orgullo y dejó su arrogancia y prefirió callar y dejó de escribir porque había descubierto que tenía que volver desde el principio. Había olvidado algo importante en todo ese camino: había olvidado su memoria. Y para no alargar este cuento que no tiene mayor sentido ni relevancia alguna, terminaremos por decir que el día que recuperó la memoria como el lugar de la honestidad se liberó de uno de sus mayores dolores, ese que tenía rompiéndole las costillas, ese que no le dejaba caminar, ese que hacía de su escritura un lugar pobre. No podemos decir que sea mejor, pero estamos seguros que al menos es honesto.

Apocalipsis

Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el tiempo está cerca.

Apocalipsis, 1:3

 

¡Qué carajos! Otro anunciado «fin del mundo». Siendo el tercero que me ha tocado en la vida, ya se pierde todo rastro de emotividad o expectativa. Lo que lo ha hecho medianamente interesante es que se ha mezclado con todo tipo de iconografía tipo cyber-punk-Crepúsculo-The walking dead. Recuerdo que el primer anuncio que conocí del fin del mundo era como un gran apagon, como perder electricidad y simplemente quedarnos a oscuras. Eso ya era suficiente para causar todo el miedo posible. ¡Qué hacer en un mundo sin electricidad! Ese primer final se combinó con el segundo donde «expertos y genios» vaticinaban que los computadores perderían la razón (que tienen alojada en la BIOS) y por ser muchos de ellos obsoletos, caerían en una especie de paradigma temporal, no logrando entrar al tercer milenio sino que se devolverían a un ciclo de otros cien años en el final del siglo XX. Decían los gurúes tecnócratas que por eso podía colapsar la economía mundual (luego veremos que con, o sin computadores, igual colapsó), que de nuevo seríamos cubertos por la manta de la oscuridad (pero acá ya tenía una condición más metafísica) y que el mundo dejaría de ser como lo conocíamos. ¡Vamos!, yo no conocía (ni aún lo conozco) el mundo en su totalidad así que me quedaba con los apocalípticos que sustentaban sus ilusiones (pero sobre todo sus miedos) en el meteorito. Varias películas surgieron con ese tema, algunos programas en esos canales de divulgación pseudocientífica anunciaban algo. Al final de cuentas, nadie supo de la dichosa roca espacial y cayó en el olvido. Yo la recuerdo con cierta nostalgia, así sepa que de rocas está lleno el espacio exterior. Arrancó el tercer milenio y parecía que lo habíamos superado todo en lo referente a invasiones alienígenas, terremotos, erupciones, robots inteligentes y demás parafernalias de ciencia ficción. Pero siempre (no lo olviden, siempre) la realidad supera a la ficción. Y en medio de la distensión que provoca sentirse haciendo parte de lo que se anunció en todo el siglo XX como «el futuro», donde manejaríamos carros que levitan, nos desplazaríamos por tuberías o telpáticamente, donde vivíamos en parcelas en Marte o Júpiter, el ser humano tenía un as bajo la manga, o mejor, bajo el turbante. Ni los mejores escritores de literatura ni los científicos más renombrados de este pequeño tercer planeta imaginaron lo que se puede hacer con un cuchillo plástico, un avión y muchos kilos de gasolina. Los apocalípticos de nuevo pegaron el grito en el cielo, algunas sectas se suicidaron enteras, pero sobre todo muchos pueblos fueron invadidos bajo la égida de la democracia y el exterminio del terrorismo. Y muchos anunciaron la tercera guerra mundial (ninguno había presenciado la segunda más que por televisión en repeticiones cada vez más deformadas y paranormales). ¡Ahora sí!, todos los elementos juntos para un fin de todo. Pero siempre hay algo que queda por fuera, como cuando se arman los paseos familiares en días festivos. Que si le dejaron comida y agua al perro, que si dejaron cerradas las válvulas del gas, que si no quedó alguna gotera, que si el abuelo está con nosotros o se quedó en el jardín contemplando las nubes. Algo siempre queda faltando. Pues bien, para nuestro caso faltaba lo esencial para todo mesiánico fatalista apocalíptico de los últimos días de verdad. Faltaba una fecha. Sí, un día, un mes, una hora. Claro, nada más estúpido decir que el fin del mundo sucedería el siete de julio de dos mil siete. ¡Qué petardada! Tocaba buscar en los confines del calendario del nuevo milenio. ¡Y apareció!

Un momento, pero algo pasó cuando de calendarios se trata.

Todos (me incluyo) supusimos que el tan mentado final llegaría la fecha absurdamente obvia: el doce de diciembre de dos mil doce. Pero fíjense que no. Alguien (nunca sabermos quién) anunció que había «otro calendario» al que se le terminaban las páginas de sus cuentas cosmológica el día veintiuno de diciembre de dos mil doce. ¡Qué putada! ¿Por qué no bajo el calendario bizantino o el chino? No lo sé, creo que muchos no los conocen. En fin, que muchos debates se comenzaron a dar para definir la fecha exacta del fin del mundo. Porque gracias a la particularidad de exactitud es que un canal, un programa, un visionario puede obtener el máximo rating, puede vender la mayor cantidad de souvenirs para el fin, puede elevarse a los cielos y entre nubes revelar el secreto de la vida y la muerte (Hernán Casciari había dicho que ese iba a ser Evo Morales).

En fin, que en últimas y por decisión democrática (de esa misma democracia gringa implantada con mano dura en los países de medio oriente) se decidió que el fin del mundo quedaba para el veintiuno del último mes del año. Hasta ahí todo bajo control, gran cantidad de hashtags con temas como

#SexoyFindelMundo

#UltimaUltimaCena

#OrgiaApocaliptica

#YaSomosMenos

#SoundtracksParaUnFin

#MuereConEstilo

Y así sucesivamente. Muchas conversaciones por Gtalk y por el chat de Facebook. Y nadie hablaba de la desaparición del servicio Messenger de Microsoft. ¡Esa sí es una verdadera señal del fin! Pero faltan videntes en esta época. Y bueno, para alimentar la gula de los medios masivos, se fueron acumulando terremotos, tsunamis, maremotos (es lo mismo pero es un fin multicultural) huracanes, tormentas perfectas (de las que sacarían 9.99 en los olímpicos), inundaciones, sequías y mucho alimento transgénico. El hombre heterosexual aparece dentro de las listas de las cincuenta especies en peligro de extinción con la mantaraya y los superhéroes. El plato está servido. Mejor coccionado no puede estar. ¡No nos puede fallar el fin!

Y bueno, como condimento a esta sopa recargada, súmenle vampiros, hombres lobo y zombies. Tres poblaciones que habían sido arrojadas a las canecas del olvido por más de veinte o treinta años. Nada como los días de David Lynch o el renacer del cónde Drácula de manos de Francis Ford Coppola. Sangre, sesos, vísceras y mucho de purulencia. Ahora sí, todos listos con nuestros trajes antiradiación, con nuestras estacas y collares de ajos, con balas de plata (y con muy poca plata), con… nuestros bates de aluminio y escopetas recortadas para hacer explotar cabezas. ¿Si lo perciben? Es el olor metálico de la sangre. Esa misma que corrió en las plazas centrales de Tunez, Siria, Egipto y otras naciones del cuerno arábigo. Esa que se sumergió bajo las aguas del océano atlántico. Esa que se dejaba ver y caer en Wall Street y en la Puerta del Sol. Pero tengo en mi boca un sabor que tampoco definiría como amargo o como herrumbroso. Puedo estar casi seguro que es más… más…

Es el sabor de la ridiculez.

Bienvenidos al fin (y se les espera mañana temprano en el trabajo).

Idus de noviembre

He visto el futuro:

Y la maldad es la dueña de las calle
y las vidas

Y las tormentas arrasan al mundo creado por los humanos

Y pequeños cuerpos intoxicados por la Red

Y los nuevos seres son despreciados

Y ya no suena una banda sonora para la vida

Y los cuerpos regurgitando información

Y los sentimientos se imaginan
y el sexo los concreta

Y enormes orgías en los centros comerciales

Y en las noches se sueñan sueños alquilados

Y el silencio es una especie extinguida

Y leer es para los imbéciles

Y escribir para los desadaptados

Y el pasado es una mina de oro

Y el futuro un delirio colectivo

Y los rostros están para ser destrozados

Y el odio es la política de los Estados
y el derecho de los ciudadanos

Y sobrepoblación y soledades

Y la Cruz que lacera posibilidades

Y los patíbulos atiborrados de vejámenes

Y los campos cercenados por la sangre

Y la muerte es diversión
y la diversión excita

Y todas las miradas se posan en el Horizonte

Y nadie sabe por dónde se oculta el sol

«Y empieza la tormenta de mierda»

Empezar de nuevo

¿Saben?

Durante muchos años he llenado mi cabeza de ideas, también de lecturas y películas y charlas con una inmensa cantidad de gente con la que me he cruzado y he conocido y he olvidado. Y los que ya no están. Al principio, era un niño que me jactaba de mi conocimiento y seguramente lo hacía por demostrar ser alguien superior. Siempre terminaba humillado por esos actos de estupidez. Aún así, me estimaban, aún así me buscaban y me llamaban para que fuera a jugar Nintendo o Sega. Aún así me estimaban, me protegían, me respaldaban. En ese momento no lo comprendía, y ni siquiera me esforzaba por entenderlo. Es necesario el paso del tiempo para comprender las cosas desde la distancia. Por eso somos una raza que no es que no aprenda de sus errores. Nos demoramos mucho en aprender. Han pasado ya muchos años desde esos recuerdos difusos, casi traslúcidos. Y con las pocas imágenes que me han quedado he empezado a armar el rompecabezas de mi existencia.

Cuántos errores he acumulado en mi vida… Pierdo la cuenta con facilidad. Pero también puedo afirmar que son muchas las cosas que he hecho y que le han brindado buenos momentos a esas personas que estuvieron y han estado por ahí, gravitando en mi mundo. No todo es malo en la vida, eso es una exageración. Claro, nunca olvido que vivir en estos tiempos es terriblemente más complicado que, por ejemplo, hace dos décadas. Pero, aún así, no todo es para botar y olvidar. Creo que es una insensatez pensar que los errores nos deben llevar a decir «no más», «todo se acabó», este es un final sin regreso». Porque si así fuera, seríamos como los libros. Aunque imaginemos cosas, nos llevan siempre al mismo lugar. No. Nuestras vidas las soñamos como libros escritos, de miles, de millones de páginas, pero es sólo eso: imaginar. Vivir es algo diferente. Es saber dar pasos hacia atrás, es pedir perdón y no cerrar la puerta, es reconocernos con nuestros defectos y no flagelarnos sino segur, cada mañana, dando otros pasos hacia adelante. Cuando tenía veinte años, trataba a las personas como libros. Se abren, se leen, si no me cautivaban los cerraba y los abandonaba. Y buscaba un nuevo libro. Estaba equivocado. Lo descubrí cuando realmente me puse a leer cientos de libros de todo tipo y ralea. Y me enamoré profundamente de algunas historias y las leí cinco, veinte veces. Pero eran la misma historia. Vivir es estar contando la historia permanentemente. Es escribir cada mañana, e incluso, cada noche cuando nos abandonamos al vacío de la mente o al trabajo de los sueños. Por eso no creo en los finales en esto que llamamos «vivir». Sólo hay un único final. Algunos otros, que aún respiran y se cuentan entre los que se expresan, les gusta crear el mundo más allá del mundo, la vida después de la muerte, el otro lado de este lado. Pero es eso. Escritura. Libros. Vivir implica reconocer y reconocerme como finito y estúpido. Y cuando recuerdo nuevamente esos dos elementos, de nuevo me doy cuenta que no me puedo desprender así no más de esas personas que han escrito en mi vida. Y que el punto final no termina nada. Tal vez signifique «silencio», «distancia», «indiferencia». Qué sé yo. Pero definitivamente un punto no termina nada cuando de vivir se trata.

Pensando en todo esto, creo que se pueden hallar formas de empezar de nuevo. No desde cero. Sino desde las marcas que han quedado, desde los monumentos que se han erigido, desde los caminos que se han trazado. Y empezar de nuevo no es recorrer el mismo camino. Si nos pasa, es porque somos más que estúpidos. Por lo general empezar de nuevo es retomar un camino y continuar por esos parajes que no distingo. Claro, a veces miro hacia atrás pues la imagen de esa distancia nos recuerda los pasos que debemos evitar. No es fácil. A muchos nos pasa como a Orfeo, que al mirar hacia atrás nos desvanecemos en el baño de sol. Aún así, seguimos escribiendo, cada segundo, eso que no sabemos o que vamos reconociendo a medida que pasa.

Creo que de ahí es que nace el dicho «nada está escrito en esta vida». Y no es para dejar abierta la ventada del relativismo ingenuo. Es para afirmarme en la postura que tengo frente a este pedazo de vida en este espacio-tiempo que me tocó vivir: siempre se puede empezar de nuevo.

Idus de octubre – Vida de carretera

Emprendimos hacia el sur. El Doctor siempre manejando prudencialmente. Afuera el clima era soleado. Abro un poco la ventana para que entre el aire tibio pero también para alcanzar a escuchar lo que me está contando el Doctor. Pocas veces quita la vista de la carretera así sea una línea recta hacia el infinito. Apenas de soslayo mira el radio y pasa la canción. Me quiero ir del país, me dice. Ya no lo soporto, Maestro.  Yo lo entiendo, le digo. Este es un país de mierda que poco nos aporta y nunca nos deja salir de nuestra miseria. El Doctor asienta. ¿A dónde se quiere ir?, le pregunto. Algunas sombras de árboles entran y salen del Renault 4 como queriendo cubrir nuestras palabras. A cualquier parte, seguramente siga más hacia el sur. Seguramente no hay talleres de escritura en Tierra del Fuego, allá le puede ir bien. Abro totalmente la ventanilla y enciendo un cigarrillo. No quiero que el humo le moleste al Doctor. Viajamos varios kilómetros en silencio, acompañados por The Mars Volta y el sonido de la brisa. Al Doctor ya lo había visto antes en actitudes determinadas. Pero esta vez es diferente. Sigue mirando al punto más distante de la carretera. Me cuenta un sueño que tuvo anoche. Se vio a sí mismo en una enorme planicie, tal vez en el Perú, tal vez en Chile, en algún país que reciba malnacidos como nosotros, me dice. Viviendo en una finca, nada ostentoso, apenas con lo necesario, y con un cultivo de algo. De coca en Perú, eso lo sostendría por toda la vida, le digo. Me mira golpeado. En un lugar así quiero vivir, me dice. Yo no puedo con el campo, le digo. Tanta naturaleza termina por ponerme neurótico y apático. Yo necesito la podrida ciudad. Una llovizna de tierras cálidas se cuela pero no nos importa, hay mucha humedad en el ambiente y sudo como un cerdo. Hace una semana el Doctor salió de viaje por dos días y nunca me contó de su paradero. Yo me dediqué a escribir unos minicuentos pornográficos y a leer un poco de Bataille. Caminé por La Vega, recorriéndola de lado a lado en la noche. Llevaba el iPod del Doctor y, mientras escuchaba Amanda Palmer, miraba las montañas que rodean al pueblo. Tanta quietud me puso nervioso. Cuando regresó me mostró dos libros nuevos que había conseguido. Uno de Bulgakov y otro de Auster. Además llegó con una maleta cargada de ropa nueva. Yo llevo usando lo mismo desde que salimos de la ciudad. Esa tarde fuimos a jugar un rato tenis y nos divertimos y sudamos hasta caer agotados. La Señora no volvió. Al parecer no soportó el clima y las picaduras de los zancudos. Maestro, hay que salir del país, me dice. En la primera ciudad que paremos saco el pasaporte, le digo. ¿Qué país quiere visitar?, me pregunta el Doctor. Seguramente termine algún día de mi vida en Argentina, le digo, tiene algo que me llama la atención. ¿Que está lleno de colombianos? Nos reímos a gusto. No, allá nadie me conoce. A usted nadie lo conoce, Maestro. El atardecer es brillante y el asfalto bulle por el calor. Paremos en el próximo pueblo, le digo, necesito quitarme esta sensación de pegajoso. La verdad, no me imagino en ninguna parte, le digo, tomando al Doctor por sorpresa. Si usted sigue hacia el sur, seguramente yo volveré por donde nos vinimos. Usted no sabe manejar, me dice. Si es el caso me devuelvo a pie. Antes de estacionarnos frente a un hotel que vimos cerca al centro del pueblo, me invade el desasosiego. Seguramente esta noche volveré a tener pesadillas. 

Camino a La Vega

Volvió el sol a la ciudad. Con el Doctor, aprovechamos para ir por última vez a una cancha de tenis. El guardián de los espacios vacíos había dejado con candado la puerta de entrada. Ridículo, la reja no mide más de un metro de altura. Eso no nos detiene. Con unos golpes cortos hacemos calentamiento y luego emprendimos el juego. Me concentro para dar golpes planos mientras el Doctor corta las bolas con su clásico drop-shot. Alcanzamos a jugar unas dos horas hasta que el guardián aparece con sus pasos cortos y su gorra calada hasta las cejas. No lo dejamos que nos diga nada. Brincamos la reja con nuestras cosas y nos vamos. De camino al apartamento del Doctor, nos detenemos un instante en otra cancha que hay cerca. Polvo de ladrillo. Nuestro eterno anhelo. Compramos bebidas energizantes y nos sentamos en una banca al lado de la cancha. Sol y viento. El Doctor bebe con calma mientras observa el cielo azul. Yo pienso en los muchos partidos que podríamos jugar en esa cancha, pero que no sucederán. Es claro que tenemos que dejar la ciudad al final de la tarde, ya no es un lugar seguro para ambos. Pero el Doctor tiene en mente un lugar lejano, ese que busca con la mirada perdida en el firmamento. Contrario a otras veces, no cruzamos palabras. Sentimos la fuerza del viento y vemos la gente que pasa a nuestro lado. Muchos Hombres Corbata. Afanados, tensos, con cara de preocupación. Nosotros con camiseta, bermudas y zapatos tenis. Alguna vez el Doctor me dijo, como una enseñanza de esas que quedan para toda la vida, que así es que hay que asumir la vida: como si todos los días fuéramos a hacer deporte. Nada es tan serio como para vernos como los Hombres Corbata. Nada. Maestro, lo dejo en La Vega pero yo sigo mi camino, me dice. Eso ya lo sabía. La Vega es apenas un refugio de paso, para recuperarnos, pero el Doctor debe cruzar la frontera. Hasta dónde, eso nunca lo sabré. En las últimas semanas el Doctor ha estado más introvertido que de costumbre, podría decir que taciturno, con la mirada perdida. Es entendible. Afrontará la incertidumbre sin miramientos. Eso es lo que más admiro de él. Yo espero quedarme en La Vega por un tiempo largo, establecerme, hacer una vida, tal vez conseguir una mujer que me ame y soporte mis desequilibrios afectivos, que me escuche desvariar sobre los libros que he leído, soñar con los proyectos que tengo entre manos. Seguramente regresaré más pronto de lo que imagino a esta cuidad. El Doctor no nació acá. Por eso su desprendimiento. Para el Doctor la ciudad es apenas un lugar de paso, el sitio que le brinda dinero y algo de diversión. Sueña, sentado en la banca mientras termina su bebida, con el campo, con la tranquilidad de una finca en una tierra donde nadie conozca su nombre. El Doctor sonríe. Maestro, busque una ciudad que lo acoja y aduéñese de ella, me dice. Si se queda mucho tiempo en La Vega, seguramente va a enloquecer, un poco más. Siento miedo, le digo, de no poder encontrar ese lugar donde pueda vivir el resto de vida. Aún está joven, me dice. No, Doctor, parezco joven pero ya no lo soy. Realmente eso es lo que importa, me dice, hay que parecer. Por esa apariencia es que usted ha conseguido sus flirteos sexuales, esos que me ha contado. Por esa apariencia es que lo creen un tipo soberbio y arrogante. Por esa apariencia es que todavía tiene muchas cosas por hacer y muchas personas por conocer. Una pequeña nube aparece en medio del azul profundo del cielo y rápidamente se desvanece. ¿Quién me va a dar consejos tan claros como los que usted me brinda, Doctor?, le digo mientras termino mi bebida y arrojo la botella en una caneca que está cerca. Ya aparecerá en La Vega o en otra parte, me dice. Le lanzo una mirada de escepticismo al Doctor. Aunque las coincidencias son las que nos pusieron en este lugar, creo que en el mundo en que vivo escasean cada vez más, le digo. No piense en el mundo, me dice, piense en usted. El mundo vale mierda. Sí, el mundo vale mierda. Volteamos a mirar a una joven mujer que va en traje deportivo y con un estuche donde seguramente va una raqueta de marca. Si ella fuera mi esperanza, le digo, en este momento me vale mierda. Nos levantamos de la banca y tomamos camino al apartamento del Doctor. Debemos alistar maletas ligeras pues debemos evitar los retenes para que no nos hagan requisas. Maestro, esta charla la seguiremos el día que yo regrese y verá que lo que usted me cuente me demostrará todo lo que hasta hoy le he dicho. Ya veremos, Doctor. Ya veremos. 

Paranoia

Podría decir que la paranoia es un miedo aplazado, o tal vez un desequilibrio por etapas. Si la asumo como mi primera definición tendré que aceptar que esos aplazamientos me están generando muchos malestares; si la asumo como la segunda, estoy cerca al manicomio. No tengo claridad de la primera vez que experimenté la paranoia, pero seguramente tendría yo unos 14 años, el momento en que comencé a tener ciertos pensamientos recurrentes sobre dos temas que han de ser lugares comunes en la literatura: la muerte y la soledad. Eran días de mucha violencia en la ciudad. Terrorismo y carros bomba casi todas las noches. Todos teníamos miedo. Comencé a pensar que perfectamente podría morir en paz si mi cuerpo se lo llevara una onda expansiva por doscientos kilos de dinamita o de C4. Luego, como ya dije en otro post, empecé a pensar en las formas en que me gustaría morir y en lo que la gente que me conoce podría hacer o dejar de hacer al enterarse de mi muerte. Finamente llegué a un pensamiento en particular: a nadie le interesa mi presencia. Así se va creando una paranoia. De la mano de una obsesión.
Se supone que cuando uno deja de ser adolescente y pasa a ser adulto deja, abandona, pierde ese tipo de reflexiones y pensamientos. Pero considero que pasa lo contrario. Los años van arraigándolos, seguramente por el exceso de tiempo libre. Si tuviera un trabajo de 8 o 12 horas diarias donde me la pasara ocupado haciendo muchas cosas no pensaría en esas cosas. De hecho, no pensaría en nada. Pero el tiempo libre empieza a buscar alimento y qué mejor fruta que la dulzura de las obsesiones. La acoge y la va cocinando a fuego lento, en silencio, sin que nadie, ni yo mismo, se entere. Y un día, te ves en el espejo teniendo miedos irracionales y pensando en acciones que no han pasado. Para completar esta escena, pasan cosas que alimentan esta obsesión y es ahí cuando nace, en todo el centro de la frente, una flor venenosa, un árbol torcido, la maleza que todo lo invade. Nace la paranoia. 
Y así como algunos creen que son perseguidos por todo el mundo, mi paranoia contempla que nadie quiere estar cerca a mí. Y empiezo a justificar: que la edad, que el largo del cabello, que como me visto, que como camino, que como hablo, que como me río, que lo que digo, que lo que pienso, que lo que hago, que lo que dejo de hacer. ¡Y pasan cosas! Y las cosas que pasan me van diciendo: es cierto, es mi edad. O: ya lo sabía, es mi color de piel. 
Y en ese momento, en ese preciso momento, justo ahí, aparece la persona que por razones sin razón quiere charlar conmigo, parece que se interesa en conocerme, como que hay cosas en común. Y yo totalmente ciclotímico, al borde del suicidio social, con las tijeras en la yugular. Y, ¿qué pasa? Sencillo: se comete un error. Cualquiera, el que ustedes se quieran imaginar, el que les haya pasado, el que le han contado repetidamente. Y de ahí en adelante, tu mente, mi mente, se convierten en un hervidero, en magma, en caos, en desorden. Y seguramente quedan dos caminos: huir, es el primero. Correr con todas las fuerzas. Silenciar todos los lugares. Botar el celular a un caño. Botarme a un caño con el celular. El otro, quedarse quieto. Intentar buscar la calma. Encontrar la palabra adecuada que, con su magia y poder, restablezca el orden de las cosas. Porque las palabras pueden lograr esas dos cosas: crear y destruir. El paranoico considera que solo sirven para lo segundo. 
La otra paranoia que me ronda la cabeza es, casi justificada, que nadie lee lo que escribo. 
Y ahí surge la palabra-magia: ¿me importa?

Are you readin’ me?

Vejez

Entrando al cementerio
La primera vez que estuve en un cementerio fue a mis doce años. Era el entierro de mi abuela materna. Murió de 91 años en su casa en una vereda de Suesca. Recuerdo que ese día la gran mayoría de la familia -hijos, nietos, bisnietos- y muchos allegados estuvieron acompañando el féretro desde la iglesia hasta la tumba. Como era muy pequeño no me permitieron llevar el féretro en ningún tramo. Años más tarde sabría lo que es eso. El cementerio quedaba en una colina a las afueras del pueblo. La gente no cabía. Era una tarde gris y parecía que empezaría a llover, pero el calor del tumulto era casi insoportable. Mi recuerdo es difuso, pero recuerdo, al volver a la ciudad, que comencé a reflexionar sobre la muerte. Fue la primera vez que tuve esa inquietud: ¿Qué se siente morir? No me importó nunca si hay o no alma o cielo o Paraíso. Espero que no exista un «otro lugar». Me desesperaría profundamente. Lo que me inquietó desde ese momento es saber qué se siente en el momento anterior a que tu cuerpo deje de respirar, que se detenga por completo. Durante mucho tiempo tuve fantasías sobre mi propia muerte. Dónde me gustaría morir, de qué manera, junto a quiénes. Cosas así. Curiosamente, cada vez que veía televisión -que en mi adolescencia no fue escasa-, aparecían documentales donde afirmaban que en el nuevo milenio viviríamos mucho más tiempo que incluso en el siglo inmediatamente anterior. Recordaba a mi abuela materna, siempre lúcida, hasta el último momento -eso dijeron varios tíos-.Y miraba a mi abuela paterna que estaba sentada junto a mí. Alzheimer y Parkinson y tenía 82 años. Moriría en la oscuridad de su mente a los 88. Todo parecía indicar que, con lucidez o enfermedades, perfectamente podríamos cruzar la barrera de los cien años. Fue como sentir que ya no había afán por nada. Había mucho tiempo por vivir. 
Y así fue.
Pasó el tiempo, dejé de pertenecer «por efecto del tiempo» a los jóvenes, pero vivía como si tal. Soltero, sin hijos, dependiente de mi padre, sin trabajo y estudiando en pregrado. Varias veces me han criticado mi estilo de vida: que soy un arrimado, un mantenido, que se me hizo tarde -¿para qué?-, flojo, sabandija, pusilánime -ese es mío-, y así. Claro, eso pasa solamente hasta cuando averiguan por mi edad. Cuando ese dato pasa por irrelevante, aún soy bienvenido en el feudo de la juventud. Aún puedo ser ridículo, puedo tomar decisiones erróneas, puedo equivocarme hasta cebarme, puedo ser fútil e inconsecuente, puedo hablar sin pensar, puedo ser arrogante. Pero bastará un número para que todo se joda. Un número alto es como una apuesta alta. Se pide un premio mayor. Se espera -al menos- un premio mayor. Y un día dejé de mirarme -porque ya lo había hecho gracias a la mirada de quienes me rodean- y empecé a mirar a quienes me miraban y me señalaban y me juzgaban. Con quince años y pensando en el amor eterno, con veinte y ya con uno o dos hijos y una o dos separaciones -de bienes y de espacios-. Con veinticuatro y llenos de traumas psico-socio-afectivos. 
(El Mercado de este país considera alguien joven si tiene 28 años o menos).
Así como mi abuela de 91 años me puso a pensar en la muerte, los jóvenes que me rodean me hicieron reflexionar sobre el sentido de la vida. Pero, ¿qué coños? Se ven realmente viejos cargando hijos y problemas y alopecia prematura y problemas de colon irritable y muelas putrefactas y úlceras pépticas y quién sabe cuántos problemas más físicos y mentales. (Si usted no sufre de ningún mal y considera que lleva una vida sana y equilibrada para su edad, puede dejar la lectura hasta este punto).
Recordé de nuevo los documentales que veía el milenio pasado sobre los avances tecnológicos y científicos que nos permitirían, en un futuro no muy lejano -tal vez sea este el futuro- vivir más de cien años. De ser verdad: ¿qué vida de mierda le espera a esta gente? La mía no es que sea de lujos ni de comodidades ni de sabiduría, pero tengo muchos menos problemas. Y es que es ridículo pensar que la calidad de vida se puede medir por «bienes materiales». La calidad de vida -y bien lo sabe el DANE– se mide por la cantidad de problemas que afrontan las personas. Si tu mayor problema es gingivitis, date por bien servido. Y, bueno, también es cierto todo lo que un gobierno debe dejar por fuera para que sus estadísticos no se salgan de toda proporción y puedan afirmar que «estamos mal pero vamos bien». Casi me pierdo. Volvamos.
Señor juez. De dos cosas me acusan: Viejo e inmaduro. Por ahora permítame avanzar en mi argumentación sobre la primera acusación. La segunda la quiero dejar para la siguiente audiencia, si usted me otorga esa posibilidad.
¡Claro! El único referente que tenemos de la vejez son nuestros viejos. Lo complicado es pensar que envejecemos –indefectiblemente-. ¡Y lo aterrador es que podemos llegar a vivir muchos años! Las voces de protesta se alzan de nuevo. Sí, soy consciente que estoy muy por fuera de las márgenes de la mano de obra eficaz y eficiente. Sé que nunca me voy a pensionar -seguramente ustedes tampoco-. Tal vez viva el resto de mis días sin salud, sin cesantías. Seguramente muera muy viejo y muy solo -porque vivimos en un mundo atiborrado de gente y de soledades-. Obvio, somos de generaciones distintas. A mí me tocó el tiempo del «no futuro». A ustedes les tocó el tiempo del «progreso». El progreso necesita del futuro. Y el futuro se alimenta de esperanza. Eso a mí se me secó por allá a los doce. Pero me gustaría regresarles la pregunta: ¿Qué piensan hacer con sus vidas enfermas y consumistas? Si ya lo tienen «todo» antes de los veinticinco, ¿a qué se van a dedicar los siguientes cuarenta y cinco años o más? No se hagan ilusiones: la mitad de la vida no son los treinta. Hoy, al menos cae en los cuarenta largos. Llevan la cuarta parte y ya están aburridos, se les nota en los rostros, en como hablan, en como caminan -y esto es de especial importancia-. Si tengo quince años y descubro que mi vida es una mierda, ¡con razón quiero salir a matar a más de un cabrón que tenga algo más que yo! O de lo contrario, ¿cómo mierdas pienso llegar a viejo?
Creo que aquí radica parte del dilema, señor juez.
Yo no quiero pasar por encima de nadie -no me interesa-, a «ellos» sí. 
¿Culpable señor juez? Ya veremos si el tiempo me da la razón.

Idus de julio

Are you lookin’ at me?
¿Que hay detrás?
Tratar de ubicar ciertos recuerdos en un momento específico de mi vida siempre me ha costado. Debo generar un margen de algunos años como para darme chance de acercarme a lo que pudo haber sido. Esta vez debo decir que empecé a usar gafas entre los 10 y los 12 años, en algún punto en que, en clase, empecé a notar que no podía ver con claridad lo que escribían en el tablero y terminé un día en primera fila. A partir de ese momento, las he llevado, al principio con un poco de vergüenza, pero luego como parte de mí. Claro, no es nada fácil salir a la calle un día y que tus amigos te vean con gafas, con un aspecto cercano a los nerds de las películas ochenteras. Esperaba lo peor, pero fuera de algunos comentarios mas bien sonsos, todo pasó rápidamente. Creo que eso me ayudó a terminar usando las gafas de manera permanente. Han sido muchas las formas y modelos que he usado, pues, como imaginarán, un adolescente con gafas es casi una tragedia. Boté algunas, rompí otras tantas, me escogieron (mis padres) algunas horrorosas, escogí otras tantas simplemente horribles, hasta que un día descubrí que era alérgico a los metales. Fue un agradable descubrimiento pues cambiar a marcos plásticos me permitió descubrir un gran universo de mejores modelos que me quedaban un poco mejor para mi algo desordenado rostro.
Sin darme cuenta, las gafas se convirtieron en una especie de escudo contra la mirada de las personas. Es claro que, al usar gafas, con filtro en los lentes, se puede esconder la mirada y algunas de sus intenciones. Algunas personas se fastidian al confrontar personas con gafas, nos llaman cobardes, nos llaman inseguros, nos preguntan ¿qué le teme que no usa lentes de contacto?, y yo respondo: meterme los dedos en los ojos. Encontré un acogedor lugar para salir del mundo y poder tenerlo a cierta distancia, logré construir un espacio confortable que podía llevar a todas partes. Recuerdo vagamente estar caminando cerca a un centro comercial, al parecer sin rumbo fijo, durante muchos años no lo tuve. Supongamos que iba a cine o a jugar arcades o seguramente a revisar algunas revistas de videojuegos que me encantaban. Antes de ingresar al centro comercial, y de manera casi surreal, se me acerca una mujer, joven, tanto como yo en ese momento y comienza a hablarme. ¿De qué? La verdad no recuerdo nada de lo poco que hablamos, salvo cuando ella me pidió que me quitara por un momento mis gafas. ¿Qué putas estaba pensando esa mujer? Era lo mismo que pedirme que me desnudara ahí, en frente de docenas de personas, como lo más natural. Fue bastante insistente, debo decirlo. Para salir rápidamente de esa situación algo extraña, tomé las gafas y las levanté un poco para que me viera los ojos. Después de una rápida mirada, ella me dijo «qué ojos tan hermosos tienes. ¿Por qué los ocultas?». Creo que no le respondí nada, salvo un frío «gracias» lo que siguió a entrar y olvidarme de ella hasta el día de hoy.
¿Qué se esconde detrás de las gafas?
Seguramente una mirada intrigante, posiblemente un color de ojos que a ciertas personas agrada y a otras irrita. Puede que se esconda una terrible miopía con astigmatismo de por medio. A veces se esconden intenciones, intensiones, molestias, la oportunidad de ignorar a alguien, la posibilidad de ver claramente a alguien. A veces se esconden miedos, tristezas, pensamientos. Hoy en día con lentes transition se esconde aún más la mirada y todo lo que ella puede reflejar.
¿Qué se esconde detrás de una mirada?
A veces se refugia el miedo, la mayoría de veces la vanidad. Pero, si ustedes se dan cuenta, cuando hablen con alguien frente a frente sentirán eso que he estado encontrando cada vez más con mayor constancia. Es la sensación del vacío, de la nada, de la aridez. Sentir unos ojos que se posan sobre ti pero no te miran, que denotan el total desinterés por lo que estás diciendo, mientras ese ser que está detrás de la mirada maquina su subjetividad, ausente de quien está frente a la mirada. «Los ojos son las ventanas del alma» pensaban, supongo, los románticos de finales del siglo XIX. Hoy los ojos no son más que ojos, vidriosos, con venas estalladas, de colores, por lo general muertos desde el inicio. Detrás de las miradas ya no encuentro lo que me gustaba: emoción, pasión, deseo, imaginación, atención. Yo, por mi parte, me acomodo mis gafas sobre mi nariz y mis orejas y continúo mi camino mientras, nuevamente, alguien me llama por mi nombre y al acercarme me pide con cierta timidez pueril que me quite las gafas. Esta vez sonrío y le doy el gusto. Al parecer esa persona gana una apuesta. Yo sonrío y la vida sigue.