Tercer mundial de este blog: 2014

El 21 de febrero de 2005 realicé la primera entrada a este sitio. En aquel entonces la plataforma que usaba era Blogger. Me trasladé porque me aburrí de su extremada sencillez. En el cambio debí perder varios seguidores pero hay que aceptar ese suceso como inevitable en un tiempo en el que la gente se va aburriendo de las redes sociales y donde los blogueros van desapareciendo como los dinosaurios. En fin. Desde 2005 han pasado dos mundiales de fútbol y se avecina uno nuevo. De nuevo las promesas: como cabeza de serie y con una renovada energía, la Selección de nuevo es una promesa. ¿No se han dado cuenta que este país es un cúmulo de promesas sin cumplir ni realizar? La primera parte de este año fue vacío puro. Aburrimiento incesante y soledad constante. Todo mejoró desde agosto pero igual se ha quedado ese sabor amargo en la lengua. Como empezó este año terminó para mí. Ya veremos de qué color se ponen las cosas el otro año, tiempo en el que ahora sí me siento viejo, gordo, cansado y sin ilusiones. Definitivamente si los rituales no tienen un enorme componente de misticismo, pierden su sentido. Este, el del post del último día del año ya es sencillamente ridículo.

¡Salud!

Hacia ningunaparte

Es imposible que olvide las razones por las que me fui de la ciudad, Doctor. Me da risa recordar que por una idea que en principio parecía ingenua e inocua terminara por esconderme en un rincón húmedo y algo nauseabundo a pocas horas de esa ciudad que tanto amo y detesto. Y apenas llegué acá me juré que regresaría pero han pasado cinco años y ya no le encuentro ningún sentido a volver. ¿Por qué cambié de decisión en este tiempo, Doctor? Por los recuerdos. No solamente esas pocas imágenes que mi cerebro guarda en algun rincón de mis neuronas con alquitrán, sino por eso que el sistema límbico me trae de tanto en vez: sentimientos. Las últimas veces que caminaba hacia el centro ya no representaban más que pasos perdidos en el asfalto. Con cada calle que cruzaba miraba a ambos lados deseando que un carro me atropellara. Me quedaba mirando el cielo y solo distinguía en él el vacío. Los encuentros, las citas, el sexo, el licor, todo tan amargo y tan ajeno. Apenas escucho el reverberar de mi voz en el rostro de quienes me acompañaban. Nada, Doctor, nada recuerdo de lo que me decían. Y preciso en esos días me cruzo con el documental de Andrés Caicedo y veo en el rostro de Carlos Mayolo y escucho en sus palabras el designio de nuestro tiempo: después de Caicedo no quedó nada. Tan cierto como lamentable. Hace muchos años que me leí «Angelitos empantanados», Doctor, y a veces pienso en esa Cali que jamás he conocido pero es como una Bogotá con mucho calor y mucha menos ropa. Fuera de eso, las mismas rumbas, las mismas drogas, los mismos sonidos distorsionados, las mismas niñas pueriles con ganas de succionar el mundo con sus vaginas, algunas dentadas otras no. Caicedo se suicidó el año en que yo nací, ¿sabía eso, Doctor? Me pasé por mucho tiempo de la edad a la que se quitó la vida. Suicidarme hoy sería un acto de mal gusto. Igual, en este pueblo tengo lo que necesito: comida, trago y pornografía. No, Doctor, ya no follo con mujeres. Tampoco con hombres. Mucho menos con animales. Le he entregado toda mi energía sexual a la autoestimulación y a la Red. Era lo mismo que tenía en aquellos días de la capital, pero con más frío, con mucha más gente, con una enorme soledad que me hacía escupir sangre. Fueron días de encías inflamadas y de mucha sangre en la boca. Fueron días de gordura y de hambre. Fueron días de licor sin borrachera. Fueron días de nicotina que me procuraba dolor de espalda. Entre más buscaba por los caminos del Placer menos obtenía. O, mejor dicho, obtenía lo que no me interesaba: caminar, cafés, charlas con el volumen reducido, atardeceres sin justicia poética, noches en vela. Usted y yo abandonamos la ciudad por la misma razón pero por diferentes circunstancias. Íbamos a perder la vida, la diferencia es que yo quería que me la arrebataran. Usted es todo un campeón de la vida, Doctor. A usted se le notan las ganas de vivir hasta deshacerse en el tiempo. Yo cargo mi peso día tras día y esperaba que la ciudad me atravesara con su puño de plomo y me arrancara las tripas. Ya no podía segur esperando esa mano enguantada, necesitaba alejarme porque no hay que vivir de promesas sin cumplir. En este pueblo no hay mayor promesa que la de sudar quieto. Antes de que usted se fuera recuerdo que me dijo que debíamos emprender el viaje hacia La Vega, que no debíamos separarnos sin conocer el mar (usted ya lo conocía). Pero Doctor, usted siempre olvida que hace muchas promesas y las termina abandonando cada vez que se encerraba en el baño de su apartamento a lavar en las uniones de las baldosas y de los azulejos hasta que recuperaran su color original. Ahí era cuando usted dejaba de escribir, de leer, de respirar literatura. Creo que ahí usted volvía a ser usted. ¿Quién es usted, Doctor? No lo sé, no tengo la menor idea. Tantos años escuchándolo en nuestros talleres y nunca supe de sus anhelos, de sus sueños. Apenas sabía de dónde venía y lo que quería hacer en las siguientes horas. Fuera de eso usted era como las últimas presencias de mujeres en mi camino: fantasmas. Éramos una muy buena sociedad porque usted hablaba y yo callaba. Porque yo ordenaba y usted lavaba azulejos. Porque usted encantaba y yo amedrentaba. Porque usted siempre demostró confianza y yo siempre demostré apatía. No importa ya eso, Doctor; han pasado muchos años desde aquello. He cambiado de decisión por la ausencia de sentido, pero tengo en mis manos el pasaje hacia la ciudad. ¿Por qué regreso, entonces? Porque es en la ciudad donde debo ponerle fin a todo. Es precisamente ahí donde debo aniquilar el último resquicio de ilusión, la última mujer que jura amarme, los últimos familiares que siguen vivos, las últimas amistades que no me han olvidado. Debo segar y no recoger. Ese fue mi mayor error la última vez, Doctor. Me llevé esas espigas cortadas porque soy un bastardo que añora el pasado como si me alimentara. Le digo esto justo en este momento porque sé que debe estar mateando en algún lugar de la Pampa. En apenas cuatro horas pisaré de nuevo el suelo hollinado de una ciudad que se fagocita. Y usted, Doctor, no alcanzará a llegar para evitar que haga mis consabidas estupideces. Yo sé que las recuerda, porque usted se ensañaba en mi ignorancia, en mi torpeza, en mis pésimos chistes. No, Doctor, ni crea que voy para quedarme. Si debo dormir en alguna calle lo haré. Nada pueden arrebatarme. Este tiquete me lleva hacia la ciudad pero ahí no termina mi camino, es apenas una de las muchas estaciones que seguiré haciendo hasta que logre cruzar una calle y yo deje de mirar hacia los lados y un conductor misericordioso me golpee con su flamante vehículo y me destroce los huesos y pase sobre mí y que estalle mi cráneo como cuando uno pisa cucarachas. Usted sabe cómo es esto, Doctor. Mis últimas historias, esas que le he hecho llegar por correo certificado, no van hacia ningunaparte.

El masturbador

Cuando desperté esta mañana sentí algo que hace mucho no sentía: bienestar. Abrí los ojos y me di cuenta que estaba durmiendo en mi colchón, boca abajo, con la cabeza bajo la almohada. Me sentía tranquilo, relajado, descansado. Detrás de la cortina se veía un sol fuerte, una mañana despejada. En principio no quería salir de las cobijas pero sentí el impulso de hacer pequeños cambios en mi microcosmos. No desayuné, me bañé, me vestí y emprendí hacia el barrio Restrepo. En el camino me la pasé pensando en los indigentes que se me acercan a veces, con caminado intimidatorio y con gestos agresivos y me digo: «cuánto disfrutaría de sacar de alguna parte un bate de aluminio y mostrarles quién intimida». Llego a la tienda, esta casi vacía, a esta hora nadie sale a hacer compras. Solo los alcohólicos pero no le venden trago sino hasta después de las diez de la mañana. El Estado se preocupa por sus lacayos. Mi ubicación espacial siempre me falla y no encuentro la sección que busco. En el camino voy mirando unas ollas y unos vasos que quiero cambiar. Me aburre que todo tiene motivo navideño por estas fechas así que sigo de largo. Sí, estoy comprando sábanas para mi colchón. De paso compro un par de boxers que están con descuento. De regreso a mi apartamento voy pensando en los indigentes que se la pasan esculcando en las bolsas de basura, buscando botellas plásticas o todo lo que contenga cobre. El cobre es el nuevo oro. Antes de cruzar la avenida décima recuerdo que por la tarde debo salir. Miro al cielo y las nubes se van amontonado de manera pesada. Esta tarde llueve. Para no dedicarle tanto tiempo a la cocina, preparo una pasta y le echo atún para el almuerzo. Mientras que como, enciendo el televisor y recuerdo, de nuevo, por qué nunca lo uso. Últimamente cada vez que almuerzo me da mucho sueño, los ojos se me secan, se ponen pesados y me dan ganas infinitas de tenderme sobre mi colchón. Pero debo salir, así que me fumo unos cuantos cigarrillos y bebo un litro de agua para que el sueño se espante. De camino a la cita que tengo voy pensando en los indigentes. Alguna vez me imaginé como uno de ellos y consideré que si llegara a esa forma de vida buscaría la manera de suicidarme. Cuando llego a la estación Las Aguas me sorprendo. Mi cita está esperándome. La sorpresa es porque la inmensa mayoría de veces llego y debo esperar quince o hasta cuarentaicino minutos para que lleguen. Luego recibir las consabidas disculpas por todas las razones que una ciudad capital puede brindar. Pero esta vez no ha sido así. En dos cosas me quedo mirando: sus ojos y su cabello. En ese orden. Sus ojos son bastante grandes en relación con su rostro y al ser de un café oscuro parece que se tragaran toda la luz a su alrededor. El cabello es porque siempre me ha encantado el cabello largo y liso en las mujeres. Cuestión de fetiches. Tenía la impresión de que era un poco más alta pero su estatura es la justa. ¿Para qué? No pregunten tanto. Recordaba su delgadez y la he confirmado en este instante, lo cual está bien también. Buscamos un local para sentarnos, pedir algo y charlar. Las palabras se van deslizando con cierta facilidad aunque se respira aire de tensión. Todo podría fluir mejor pero no se dan las cosas para que así sea. De nuevo nos arrojamos a la calle y ya ha caído la noche. La luz de los postes ilumina su cabello rojizo y muy largo y me pongo a pensar cómo se verá sobre su blanca piel desnuda, derramándose sobre sus senos. Comemos, porque es uno de los placeres que jamás me niego y más cuando tengo dinero, algo que pocas veces pasa. Mientras se dirije a pagar la cuenta me quedo observando su cuerpo, menudo pero de curvas  y trato de imaginar como se verá su cabello mojado pegado a su piel en el momento en que se está bañando. Nos despedimos y tomo rumbo a mi apartamento. En el camino voy pensando en los indigentes que pasan a mi lado, o yo por el de ellos, y es como si ninguno de los dos existiéramos. Entro a mi alcoba y veo mi colchón con las sábanas nuevas. Me gusta el color verde manzana que he escogido. Voy a la cocina a buscar comida y me encuentro con lo mismo del almuerzo. No quiero pasta para la cena. Me tomo un litro de agua y me fumo unos cuantos cigarrillos. Mientras estoy sentado frente al conmputador comienzo a sentir ese enorme vacío que se expande desde el esternón hacia las extremidades. Las encías se me duermen y siento como si los dientes se me fueran a desprender. El aire que se respira es de patetismo del más concentrado. Lo medito un poco, porque ahora me ha dado por meditarlo, pero conozco el final de mis noches. Me desnudo, abro el navegador y busco algún video en Redtube y mezclo todas las imágenes que haya recopilado del día. Todas.

¿A que no saben cómo se llama?

Proyecciones // Percepciones

-¿Por qué tan serio?

Esa fue la pregunta que me sacó de un extraño sopor. Realmente no respondí nada. Me quedé mirándole a los ojos y la conversación siguió su rumbo natural. Tal vez estaba esperando a que pasara algo. ¿Qué? Lo que fuera. Me sentía muy calmado, no como otras veces en las que soy presa fácil de la ansiedad y me sudan las manos y comienzo a mirar todos los rincones del lugar en que me encuentre. Este lugar ameritaba ser observado en detalles, pero yo estaba ahí, sentado, con las manos sobre mis piernas, tranquilo, desconectado. Hasta que giré mi cabeza a la derecha y me encontré con su presencia.

Yo sabía que ella estaba ahí, había llegado un rato antes y nos cruzamos las palabras políticamente correctas de siempre. Pura diplomacia. ¡Qué asco! El estado común es el del silencio, así permanecimos hasta entrar al local. Me senté y entré en estado desconectado. Al principio estaba un poco retirada de mí y no sé en qué momento se sentó a mi lado. Su silencio crea un vacío en el espacio. Giré mi cabeza y una vez más me quedé observando su nariz. Parece que no se percata de que la observan, esa mujer parece venida de un mundo paralelo en el que la despreocupación es el mayor de los valores. Recuerdo la primera vez que vi esa nariz. Llegó en un rostro sonriente, muy blanco, sin maquillaje, enmcarcado en una abundante cabellera negra desordenada. Ese mechón descolorido me recuerda a ese personaje de X-Men. Pocas palabras, en aquel entonces y hoy. ¿Por qué me atrae tanto esa nariz? Tal vez no las veo seguidas. Perfilada, recta, un tamaño que podríamos decir que es medio. Parece forjada. Pero no, no es solo la nariz, es todo lo que viene con ella. Los gestos, la manera como, en su estado de introversión, observa hacia adelante sin mirar a nadie, ese gesto que hace mientras giro mi cabeza hacia la derecha. El mentón levemente elevado, la nariz que parece destellar como Venus en el cielo de la tarde, sus labios muy pequeños y apretados como una sonrisa que no quiere asomarse. La nariz no es lo primero que le miro a las mujeres. Lo primero son las manos.

Sus manos se ven grandes, como demasiado grandes para su cuerpo pequeño. Parecen manos de alguien que hace cosas con ellas. Pero se ven suaves, no están maltratadas. El negro del esmalte de las uñas hace verlas como si esas manos no fueran de ella sino de alguien mayor. Tal vez estoy viendo lo que puede ser su propio futuro. La imagino en unos cinco o siete años, con un poco más de seguirdad en sí misma (y no es que no la tenga pero aún exuda esa inocencia de la juventud). Será una mujer reconocida por su talento con las palabras, por su sonrisa de quien ha hecho un mal pero jamás se le culparía, por su nariz. Nunca he sentido sus manos y ahora que la estoy mirando sentada a mi lado pienso cómo se sentirán. Tal vez agarren con fuerza, lo intuyo por su tamaño. Tal vez sean un tanto pesadas y tengan la contundencia de romper otras narices. No te metas con mi nariz, ya es lo suficientemente chata por los golpes que me doy contra el suelo. Sin moverme, mi mirada hace un paneo completo de su cuerpo. Es delgada aunque las prendas que usa comúnmente no permiten dilucidarlo. Puede que sus senos sean grandes pero ya conozco las maravillas de la ropa interior femenina. Sus manos. Su nariz. La imagino de 30 años viviendo en un apartaestudio lleno de libros y de gatos.

¿Será que el sufrimiento de sus letras es su propio sufrimiento? A veces lo creo  posible. Cuando recita su voz tiembla y me hace sentir algo adentro como si el estómago se me cerrara o como si mis ojos me ardieran. Me impacta la manera como recita.

A sus 30 años seguirá recitando igual y conmoverá a toda la audiencia, además de estremecer el alma de todos quienes la escuchen. Tendrá cinco o seis libros publicados con muy buenas críticas (al menos yo le daré las mejores). Se asomará al balcón y fumará con esa ansiedad con la que fuma hoy. Será más admirada de lo que ya es. Será quien es en este momento sentada a mi lado pero no será ella. Será otra persona pero conservará esa nariz y esas manos. Creo que voy comprendiendo lo que siento por ella y en mi mente se aclara una palabra, tal vez dos, que son las que podrían definir eso que me hacen sentir, pero de nuevo alguien me habla y me sacan de ese extraño sopor.

De las prendas a la comida // Disertación sobre la vida cotidiana

Cocina / Lavadero

Todo se hace a mano

Mezclar / Restregar

En la fuerza radica el control

Crema / Encaje

Con paciencia queda mejor

Champiñones / Saco de rayas

Nada más sensual que una textura

Hervir / Jabón

Las burbujas van anunciando el camino

Especias / Satén

Dan ganas de meter las manos

Mezclar / Enjuagar

Obtener su esencia

Servir / Colgar

Para eso estamos los hambrientos

Comer / Secar

Se avecina la entera satisfacción

Lavar / Poner

Se invierten los deseos

Jabón / Piel

Solo me imagino verte llover.

 

Palabras muertas

Una navidad más.

No es que piense mucho en estas fechas, es inevitable cuando me asomo por la ventana de mi cuarto y veo las lucea en las ventanas y los árboles plásticos en las salas de los apartamentos. Dos son los tipos de recuerdos que tengo de estas fechas. Los primeros son de mi infancia y adolescencia, cuando la navidad significaba la excusa de las novenas de aguinaldos para comer mucho helado y salir a la calle a echar pólvora. Los segundos son mi trasegar por otras casas, otras familias, otros universos, con cada una de las idiosincracias: ajiaco, natilla, mucho licor, dormir en cuartos atestados de gente en una colchoneta, borracheras, sexo.

Esta navidad lo único que me recuerda es lo poco que he escrito, lo distante que me siento de la posibilidad o capacidad de tener un par de horas de silencio y vencer la fuerza de la hoja en blanco. No, eso ya no sucede con frecuencia. Ahora es muchas redes sociales, mucho pasármela leyendo a otros, muchas veces aburriéndome, unas pocas divirtiéndome. Horas de series en Netflix o de películas en Floow o Cuevana. Me levanto de la silla frente al pc y veo mi armario atestado de libros que he comprado y no he leído. ¿Cuándo será que le dedico al menos media hora a La tejedora de coronas o a Ensayo sobre la lucidez? ¿Cómo me quito el tedio que destilo por los poros?

Hace poco las ideas terminaban plasmadas con enorme facilidad en Word y tenían aspecto de cuentos. Todos ellos fracasos rotundos en los concursos a los que los envié. Salvo uno. El Pensionado me dice que no sé escoger de manera correcta los textos para los concursos. Yo pienso que no sé escoger las palabars adecuadas para escribir las historias. Todas.

No dejo de ver los adornos con luces del apartamento del tercer piso frente a mi ventana. Uno parece algo así como unas velas que son más cáctus rojos y el otro no tengo la menor idea pero parece una verga con sus respectivas e hinchadas bolas. ¿Qué es la navidad? El tiempo en que me doy cuenta de lo poco que he hecho.

Gasto parte del tiempo leyendo de nuevo esos textos que están por ahí desperdigados en páginas, en archivos y digo: «son una mierda de historias». Esto lo descubrí hace un par de días cuando me pusieron a escoger el mejor texto que había escrito. Después de revisarlos dije: ninguno. ¡Qué poca fluidez narrativa! ¡Qué lenguaje tan acartonado! ¡Qué historias tan mierdas! Claro, llevo dos años encerrado en mi cuarto, saliendo esporádicamente a comprar cigarrillos o pan y leche y nada más. Escribía más (y no necesariamente mejor) cuando salía y me tostaba con el sol de esta ciudad o cuando me cogía un aguacero en el Parque Nacional o cerca a Unicentro. Ahora solo escribo sobre los adornos navideños deformes de los vecinos.

Tal vez dedique algunos minutos a escribir textos reflexivos sobre las series de anime que me la he pasado viendo y repitiendo. Seguramente pierda el impulso apenas termine este texto. No dan ganas ni de masturbarme. Ya no encuentro videos nuevos en Redtube, en Youporn, en Xvideos. Nada nuevo bajo el mar de semen.

Me digo muchas mentiras. No haré nada. Seguiré fumando y engordando y buscando porno y viendo anime y esperando los capítulos de la tercera temporada de Person of interest y repitiéndome las películas de los hermanos Cohen. No es poco, pero no me sirve de mucho. Nada sirve cuando no lo pongo en función de algo más. Tengo ganas de salir de la ciudad, no muy lejos porque me aburre estar en sitios muy distantes del caos y de la polución. Tal vez me deje crecer la barba como Warren Ellis. Es un propósito que no requiere más que el tedio que destilo por los poros.

Vuelvo y leo lo que llevo escrito y me doy cuenta que así, más o menos, es que construyo mis cuentos: pedazos incoherentes, inconexos, incompletos, que no van hacia ninguna parte. Los concursos siguen premiando a los cuentos con estructura clásica y con una historia. Hace mucho dejé de vivir una historia y terminé trozando mi vida para arrojarla a los chulos. Me baño pero apesto. Carroña.

Podría seguir haciendo esto por muchas horas y llenar líneas y líneas de excremento hecho palabra pero comienzo a sentir de nuevo el tedio en los labios y sobre todo el hambre en las tripas. Me golpeo la panza y confirmo que en los últimos meses habrá crecido unos diez centímetros. ¿Será cierto eso que dicen que cuando crece mucho no me podré ver mi propia verga? ¿Tendré que verla en un espejo o tomarle fotos para que revivamos tiempos perdidos?

La comida se me quema. Ya no huele a helado de fresa ni a natilla. El cuarto hiede a nicotina.

Una navidad más.

Cactus y verga con bolas
Cactus y verga incendiada con bolas

Inmortalidad (2)

¿A qué edad nos detenemos a pensar en lo que hemos hecho y en lo que nos falta por hacer?

El cine me decía que eso pasa a los 80 años en medio de lágrimas y arrepentimiento. Hay dos problemas con ello: ni tengo 80 años ni me he arrepentido de (casi) nada.

Tal vez sea esta la primera vez que me detenga a hacer este ejercicio mental, o tal vez en algún post anterior ya lo haya hecho pero me da una profunda pereza revisar lo que he puesto acá antes. Recuerdo la primera vez que quise inmortalidad.

Aún vivía en la casa de Normandía, corría tal vez el año 1997 o algo así, mi primera banda de punk rancio y grunge barato parecía tener un camino trazado pues teníamos en nuestro haber unas 20 canciones compuestas y grabadas en dos cassettes Sony de 60 minutos. Un día al guitarrista y cantante se le ocurrió la idea de invitar a nuestros amigos de barrio a mi casa -lugar donde siempre ensayábamos- para que nos vieran tocar por primera vez. Los testículos se me arrugaron mucho más del miedo. Pero siempre encontrábamos como solución a ese sentimiento varias botellas de vino. Antes de que la gente llegara, el bajista había llevado una videograbadora y nos disponíamos a inmortalizarnos.

Recuerdo que nos metimos en el baño más grande de la casa, el cual tenía una enorme tina donde cabían hasta cuatro personas sentadas o dos acostadas -ahí se hizo el gutarrista-, yo me senté en el inodoro y el bajista andaba por ahí. Un amigo muy cercano hizo de camarógrafo y con su pueril actitud de periodista encendió la cámara y comenzó a hacernos preguntas sobre nuestra experiencia musical. Yo tenía encima ya más de dos botellas de vino, así que no tenía mayor claridad de pensamiento y comencé a decir cualquier estupidez que se me venía a la cabeza. Los otros dos hicieron algo muy similar. Duramos al menos media hora metidos en el baño, riéndonos, diciendo estupideces, haciendo tomas en picado, con paneos, primerísimos primeros planos y cosas así que no sabíamos que tenían esos nombres. Al salir, los invitados ya iban llegando. Nos acomodamos los instrumentos, me senté en la batería y comenzamos…

Esa grabación la vi meses después en casa del bajista y la sensación era de una mezcla entre temor y verguenza. Era la primera vez que me veía filmado. Mi perfil era la de un mandril con una barba incipiente con palabras enredadas por el licor y frases ostentosas que pretendían demostrar elocuencia y sabiduría musical, pero que se quedaban en balbuceos y frases de cajón sobre «un sonido personal» o «la motivación intínseca de ser músico». Puras pendejadas.  Le pedí al bajista una copia de ese video porque quería atesorarla para ese futuro que nunca llegó en el que sería famoso y podría demostrarle a mis fans que yo había sido un artista, un músico, un elocuente. Jamás me pasó la copia y seguramente ese video ya no existe.

Acabo de ver un documental de Foo Fighters en el que Dave Grohl y compañía cuenta el trasegar de la banda y, mientras tanto, yo pensaba: «qué ridículo era yo a los 20 años». Eso ya lo sabía, desde esa misma tarde en la sala de estar de la casa del bajista, mientras el VHS reproducía el video hecho en mi casa, en el cuarto donde ensayábamos. La siguiente sensación que tuve mientras escuchaba a Grohl fue la de que esa ridiculez me sigue persiguiendo. La música la abandoné hace ya varios años y me dediqué a la escritura, algo que hago de manera bastante mediocre (no lo digo yo, lo dicen los muchos concursos en los que he participado y que nunca he ganado, ni siquiera menciones ni semifinales ni nada de nada). Y en la escritura me sigue persiguiendo esa imagen del mandril con barba incipiente diciendo maricadas y estupideces. Eso es lo que siento que hago cada vez que termino un cuento y considero que es lo mejor que he hecho y me lleno de agallas y lo envío a concursos  o publicaciones y, cuando hay respuestas, me sugieren muy amablemente hacer revisiones de forma y contenido.

Estaba casi seguro que, al abandonar la música, había abandonado el deseo de inmortalidad, pero he descubierto que está más vivo que nunca y que tiene puntos altos en el que es la motivación principal para seguir escribiendo y tratar de obtener algunas aprobaciones de cercanos y anhelando ganarme unos cuantos millones de pesos o poder viajar a, por ejemplo, Berlín o Sao Paulo.

Sigo soñando como el adolescente que siempre he sido.

¿Vale la pena que siga pensando que quiero ser inmortal? Tal vez no, pero es una bonita -y pueril- motivación para seguir haciendo lo que me divierte, porque si no me divirtiera hacer lo que estoy haciendo en este preciso instante, ya no sería estúpido, sería un tarado de mierda.

Finalmente pensé que muchos seguimos persiguiendo ese deseo de inmortalidad de muchas maneras, más aún en estos tiempos donde creemos que «todos» nos ven a traves de las redes sociales o «todos» nos leen porque tenemos 59 mil seguidores en twitter o 5 mil amigos en Facebook. Hoy más que nunca queremos inmortalizarnos en la retina del desconocido, anhelamos que nos reconozcan en la calle así sea para decirnos «hey, ese es el gordo de mierda que tiene perfil de mandril».

Ya voy comprendiendo el porqué en las películas muestran a viejos de 80 años -como Christopher Plummer- haciendo un flashback de su vida, recordando los pequeños momentos de bienestar y la infinita lista de penurias de la vida y, al final con música de Hans Zimmer, un cierre con lágrimas por la vida vivida. Hacer este ejercicio muchas décadas antes es sencillamente miserable. No hay nada que valga la pena en la acumulación de recuerdos. La inmortalidad necesita de, al menos, 50 años de experiencias acumuladas (y no de 50 álbumes con 100 fotos cada uno en el Facebook); necesita de muchos éxitos e infinidad de pérdidas (no ganar dos concursos y haber sido rechazado en diez); necesita de canas y arrugas.

Ya comprendo por qué no me gustan las cámaras.

Riesgo

Yo voy observando el camino para que los ojos ajenos no vomiten prejuicios.

Tú caminas un paso detrás agazapada y a la espera del zarpazo.

Yo escucho tus palabras y risas como el eco de un recuerdo lejano.

Tú pierdes tu mirada en mi cabello desordenado, evocando días de furia.

¿Escuchas lo que suena en mi cabeza?

Compartimos las mismas notas.

Dice algo así como «La espera me vuelve loco, estás aquí y yo soy un desorden».

Describe la manera como me siento.

Si susurramos nadie nos encontrará acá.

Nunca me buscan pero siempre me encuentran.

Mi diplomacia es de las mejores máscaras que tengo.

¿Tienes máscaras para mí?

Tengo un antifaz para desnudar tu cuerpo y resguardar tu alma.

¿Qué palabra puede describir todo lo que ha pasado?

Palabras…

A veces como que siento una voz aguardientosa de un tipo alto y fornido, que nunca he conocido en persona pero que aparece en mis sueños, con una barba rala y una línea profunda en el entrecejo. Se me acerca, me toma del hombro y me dice «el límite de mis palabras es el límite del mundo» o algo así. Con enorme confianza, lo llamo por su nombre y le pido que me explique por qué entre más nos esforzamos por definir al mundo más se nos escapa de entre las manos. Con una gentileza inusitada pero en un idioma que no comprendo, habla y habla, supongo que contándome todas sus ideas sobre este tema que lo ha machacado durante más de la mitad de su vida. Ludwig, le digo, cuando mueras y tus libros y cuadernos sean famosos te leeré en mi idioma y trataré de comprender lo que me dijiste, pero tengo la certeza que la duda me perseguirá hasta el fin de mis días, o hasta que me cruce con alguien que me ponga a pensar de nuevo en estas cuestiones.

No fue hasta el fin de mis días, sino hasta que apareció ella…

(¿Qué palabra puede…)

Son muy pocas las que usamos actualmente para definir eso que queremos capturar, pero tengo la intuición y la lectura para decir que hemos dejado escapar muchas otras palabras que antes se usaban cotidianamente y que podían dibujar pequeñas aristas de esos sentimientos oceánicos, como el buen austríaco decía en sus tiempos.

(…describir todo lo…)

Veamos: ¿Qué hay en el repertorio? Una palabra corta e ininteligible, manoseada y vapuleada hasta el asco. Esa pobre palabra está vacía de sentido y se termina rellenando de cualquier pedazo de carne en descomposición, como ese que vimos cuando pasamos cerca a mi hogar, ¿lo recuerdas? ¿Recuerdas ese olor de la descomposición? Así me parece que huele esa palabra. Hay otra, derivada de esta, pero es extensa y rimbombante, como Charlize Theron, alta, rubia, hermosa, elegante y creería yo que muy presumida. La hemos dejado de lado porque nos demoramos mucho en pronunciarla y mientras que pasamos por todas sus letras ya estamos sin ropa y en medio de sudores. Pero eso es lo que me gusta de esta última palabra. Tiene todas las sensaciones, acuna muchos de los sentires, comienza con una sonrisa y termina con uno, dos, cinco gemidos, un poquito de dolor, pero siempre en busca de esas sensaciones que…

Me gusta esa palabra y quiero usarla contigo.

Estás en todo tu derecho de circunscribirla a nuestro pequeño mundo.

¿Cuál podría ser una que se le parezca?

Hay una que no suena ni parecida pero creo que es la justa.

Riesgo.

¿Riesgo?

Sí, vivir más allá de los límites es vivir en riesgo, pero no para quedarnos del lado de la seguridad, sino para ponernos en el filo antes de que nuestros cuerpos caigan al abismo.

Me gustan los abismos.

Pero nunca te dejaré caer.

Lo he intentado varias veces…

Mientars que estés conmigo te necesito entera… y viva.

Está bien: vivamos en riesgo.