Hacia ningunaparte

Es imposible que olvide las razones por las que me fui de la ciudad, Doctor. Me da risa recordar que por una idea que en principio parecía ingenua e inocua terminara por esconderme en un rincón húmedo y algo nauseabundo a pocas horas de esa ciudad que tanto amo y detesto. Y apenas llegué acá me juré que regresaría pero han pasado cinco años y ya no le encuentro ningún sentido a volver. ¿Por qué cambié de decisión en este tiempo, Doctor? Por los recuerdos. No solamente esas pocas imágenes que mi cerebro guarda en algun rincón de mis neuronas con alquitrán, sino por eso que el sistema límbico me trae de tanto en vez: sentimientos. Las últimas veces que caminaba hacia el centro ya no representaban más que pasos perdidos en el asfalto. Con cada calle que cruzaba miraba a ambos lados deseando que un carro me atropellara. Me quedaba mirando el cielo y solo distinguía en él el vacío. Los encuentros, las citas, el sexo, el licor, todo tan amargo y tan ajeno. Apenas escucho el reverberar de mi voz en el rostro de quienes me acompañaban. Nada, Doctor, nada recuerdo de lo que me decían. Y preciso en esos días me cruzo con el documental de Andrés Caicedo y veo en el rostro de Carlos Mayolo y escucho en sus palabras el designio de nuestro tiempo: después de Caicedo no quedó nada. Tan cierto como lamentable. Hace muchos años que me leí «Angelitos empantanados», Doctor, y a veces pienso en esa Cali que jamás he conocido pero es como una Bogotá con mucho calor y mucha menos ropa. Fuera de eso, las mismas rumbas, las mismas drogas, los mismos sonidos distorsionados, las mismas niñas pueriles con ganas de succionar el mundo con sus vaginas, algunas dentadas otras no. Caicedo se suicidó el año en que yo nací, ¿sabía eso, Doctor? Me pasé por mucho tiempo de la edad a la que se quitó la vida. Suicidarme hoy sería un acto de mal gusto. Igual, en este pueblo tengo lo que necesito: comida, trago y pornografía. No, Doctor, ya no follo con mujeres. Tampoco con hombres. Mucho menos con animales. Le he entregado toda mi energía sexual a la autoestimulación y a la Red. Era lo mismo que tenía en aquellos días de la capital, pero con más frío, con mucha más gente, con una enorme soledad que me hacía escupir sangre. Fueron días de encías inflamadas y de mucha sangre en la boca. Fueron días de gordura y de hambre. Fueron días de licor sin borrachera. Fueron días de nicotina que me procuraba dolor de espalda. Entre más buscaba por los caminos del Placer menos obtenía. O, mejor dicho, obtenía lo que no me interesaba: caminar, cafés, charlas con el volumen reducido, atardeceres sin justicia poética, noches en vela. Usted y yo abandonamos la ciudad por la misma razón pero por diferentes circunstancias. Íbamos a perder la vida, la diferencia es que yo quería que me la arrebataran. Usted es todo un campeón de la vida, Doctor. A usted se le notan las ganas de vivir hasta deshacerse en el tiempo. Yo cargo mi peso día tras día y esperaba que la ciudad me atravesara con su puño de plomo y me arrancara las tripas. Ya no podía segur esperando esa mano enguantada, necesitaba alejarme porque no hay que vivir de promesas sin cumplir. En este pueblo no hay mayor promesa que la de sudar quieto. Antes de que usted se fuera recuerdo que me dijo que debíamos emprender el viaje hacia La Vega, que no debíamos separarnos sin conocer el mar (usted ya lo conocía). Pero Doctor, usted siempre olvida que hace muchas promesas y las termina abandonando cada vez que se encerraba en el baño de su apartamento a lavar en las uniones de las baldosas y de los azulejos hasta que recuperaran su color original. Ahí era cuando usted dejaba de escribir, de leer, de respirar literatura. Creo que ahí usted volvía a ser usted. ¿Quién es usted, Doctor? No lo sé, no tengo la menor idea. Tantos años escuchándolo en nuestros talleres y nunca supe de sus anhelos, de sus sueños. Apenas sabía de dónde venía y lo que quería hacer en las siguientes horas. Fuera de eso usted era como las últimas presencias de mujeres en mi camino: fantasmas. Éramos una muy buena sociedad porque usted hablaba y yo callaba. Porque yo ordenaba y usted lavaba azulejos. Porque usted encantaba y yo amedrentaba. Porque usted siempre demostró confianza y yo siempre demostré apatía. No importa ya eso, Doctor; han pasado muchos años desde aquello. He cambiado de decisión por la ausencia de sentido, pero tengo en mis manos el pasaje hacia la ciudad. ¿Por qué regreso, entonces? Porque es en la ciudad donde debo ponerle fin a todo. Es precisamente ahí donde debo aniquilar el último resquicio de ilusión, la última mujer que jura amarme, los últimos familiares que siguen vivos, las últimas amistades que no me han olvidado. Debo segar y no recoger. Ese fue mi mayor error la última vez, Doctor. Me llevé esas espigas cortadas porque soy un bastardo que añora el pasado como si me alimentara. Le digo esto justo en este momento porque sé que debe estar mateando en algún lugar de la Pampa. En apenas cuatro horas pisaré de nuevo el suelo hollinado de una ciudad que se fagocita. Y usted, Doctor, no alcanzará a llegar para evitar que haga mis consabidas estupideces. Yo sé que las recuerda, porque usted se ensañaba en mi ignorancia, en mi torpeza, en mis pésimos chistes. No, Doctor, ni crea que voy para quedarme. Si debo dormir en alguna calle lo haré. Nada pueden arrebatarme. Este tiquete me lleva hacia la ciudad pero ahí no termina mi camino, es apenas una de las muchas estaciones que seguiré haciendo hasta que logre cruzar una calle y yo deje de mirar hacia los lados y un conductor misericordioso me golpee con su flamante vehículo y me destroce los huesos y pase sobre mí y que estalle mi cráneo como cuando uno pisa cucarachas. Usted sabe cómo es esto, Doctor. Mis últimas historias, esas que le he hecho llegar por correo certificado, no van hacia ningunaparte.

Palabras muertas

Una navidad más.

No es que piense mucho en estas fechas, es inevitable cuando me asomo por la ventana de mi cuarto y veo las lucea en las ventanas y los árboles plásticos en las salas de los apartamentos. Dos son los tipos de recuerdos que tengo de estas fechas. Los primeros son de mi infancia y adolescencia, cuando la navidad significaba la excusa de las novenas de aguinaldos para comer mucho helado y salir a la calle a echar pólvora. Los segundos son mi trasegar por otras casas, otras familias, otros universos, con cada una de las idiosincracias: ajiaco, natilla, mucho licor, dormir en cuartos atestados de gente en una colchoneta, borracheras, sexo.

Esta navidad lo único que me recuerda es lo poco que he escrito, lo distante que me siento de la posibilidad o capacidad de tener un par de horas de silencio y vencer la fuerza de la hoja en blanco. No, eso ya no sucede con frecuencia. Ahora es muchas redes sociales, mucho pasármela leyendo a otros, muchas veces aburriéndome, unas pocas divirtiéndome. Horas de series en Netflix o de películas en Floow o Cuevana. Me levanto de la silla frente al pc y veo mi armario atestado de libros que he comprado y no he leído. ¿Cuándo será que le dedico al menos media hora a La tejedora de coronas o a Ensayo sobre la lucidez? ¿Cómo me quito el tedio que destilo por los poros?

Hace poco las ideas terminaban plasmadas con enorme facilidad en Word y tenían aspecto de cuentos. Todos ellos fracasos rotundos en los concursos a los que los envié. Salvo uno. El Pensionado me dice que no sé escoger de manera correcta los textos para los concursos. Yo pienso que no sé escoger las palabars adecuadas para escribir las historias. Todas.

No dejo de ver los adornos con luces del apartamento del tercer piso frente a mi ventana. Uno parece algo así como unas velas que son más cáctus rojos y el otro no tengo la menor idea pero parece una verga con sus respectivas e hinchadas bolas. ¿Qué es la navidad? El tiempo en que me doy cuenta de lo poco que he hecho.

Gasto parte del tiempo leyendo de nuevo esos textos que están por ahí desperdigados en páginas, en archivos y digo: «son una mierda de historias». Esto lo descubrí hace un par de días cuando me pusieron a escoger el mejor texto que había escrito. Después de revisarlos dije: ninguno. ¡Qué poca fluidez narrativa! ¡Qué lenguaje tan acartonado! ¡Qué historias tan mierdas! Claro, llevo dos años encerrado en mi cuarto, saliendo esporádicamente a comprar cigarrillos o pan y leche y nada más. Escribía más (y no necesariamente mejor) cuando salía y me tostaba con el sol de esta ciudad o cuando me cogía un aguacero en el Parque Nacional o cerca a Unicentro. Ahora solo escribo sobre los adornos navideños deformes de los vecinos.

Tal vez dedique algunos minutos a escribir textos reflexivos sobre las series de anime que me la he pasado viendo y repitiendo. Seguramente pierda el impulso apenas termine este texto. No dan ganas ni de masturbarme. Ya no encuentro videos nuevos en Redtube, en Youporn, en Xvideos. Nada nuevo bajo el mar de semen.

Me digo muchas mentiras. No haré nada. Seguiré fumando y engordando y buscando porno y viendo anime y esperando los capítulos de la tercera temporada de Person of interest y repitiéndome las películas de los hermanos Cohen. No es poco, pero no me sirve de mucho. Nada sirve cuando no lo pongo en función de algo más. Tengo ganas de salir de la ciudad, no muy lejos porque me aburre estar en sitios muy distantes del caos y de la polución. Tal vez me deje crecer la barba como Warren Ellis. Es un propósito que no requiere más que el tedio que destilo por los poros.

Vuelvo y leo lo que llevo escrito y me doy cuenta que así, más o menos, es que construyo mis cuentos: pedazos incoherentes, inconexos, incompletos, que no van hacia ninguna parte. Los concursos siguen premiando a los cuentos con estructura clásica y con una historia. Hace mucho dejé de vivir una historia y terminé trozando mi vida para arrojarla a los chulos. Me baño pero apesto. Carroña.

Podría seguir haciendo esto por muchas horas y llenar líneas y líneas de excremento hecho palabra pero comienzo a sentir de nuevo el tedio en los labios y sobre todo el hambre en las tripas. Me golpeo la panza y confirmo que en los últimos meses habrá crecido unos diez centímetros. ¿Será cierto eso que dicen que cuando crece mucho no me podré ver mi propia verga? ¿Tendré que verla en un espejo o tomarle fotos para que revivamos tiempos perdidos?

La comida se me quema. Ya no huele a helado de fresa ni a natilla. El cuarto hiede a nicotina.

Una navidad más.

Cactus y verga con bolas
Cactus y verga incendiada con bolas

Inmortalidad (2)

¿A qué edad nos detenemos a pensar en lo que hemos hecho y en lo que nos falta por hacer?

El cine me decía que eso pasa a los 80 años en medio de lágrimas y arrepentimiento. Hay dos problemas con ello: ni tengo 80 años ni me he arrepentido de (casi) nada.

Tal vez sea esta la primera vez que me detenga a hacer este ejercicio mental, o tal vez en algún post anterior ya lo haya hecho pero me da una profunda pereza revisar lo que he puesto acá antes. Recuerdo la primera vez que quise inmortalidad.

Aún vivía en la casa de Normandía, corría tal vez el año 1997 o algo así, mi primera banda de punk rancio y grunge barato parecía tener un camino trazado pues teníamos en nuestro haber unas 20 canciones compuestas y grabadas en dos cassettes Sony de 60 minutos. Un día al guitarrista y cantante se le ocurrió la idea de invitar a nuestros amigos de barrio a mi casa -lugar donde siempre ensayábamos- para que nos vieran tocar por primera vez. Los testículos se me arrugaron mucho más del miedo. Pero siempre encontrábamos como solución a ese sentimiento varias botellas de vino. Antes de que la gente llegara, el bajista había llevado una videograbadora y nos disponíamos a inmortalizarnos.

Recuerdo que nos metimos en el baño más grande de la casa, el cual tenía una enorme tina donde cabían hasta cuatro personas sentadas o dos acostadas -ahí se hizo el gutarrista-, yo me senté en el inodoro y el bajista andaba por ahí. Un amigo muy cercano hizo de camarógrafo y con su pueril actitud de periodista encendió la cámara y comenzó a hacernos preguntas sobre nuestra experiencia musical. Yo tenía encima ya más de dos botellas de vino, así que no tenía mayor claridad de pensamiento y comencé a decir cualquier estupidez que se me venía a la cabeza. Los otros dos hicieron algo muy similar. Duramos al menos media hora metidos en el baño, riéndonos, diciendo estupideces, haciendo tomas en picado, con paneos, primerísimos primeros planos y cosas así que no sabíamos que tenían esos nombres. Al salir, los invitados ya iban llegando. Nos acomodamos los instrumentos, me senté en la batería y comenzamos…

Esa grabación la vi meses después en casa del bajista y la sensación era de una mezcla entre temor y verguenza. Era la primera vez que me veía filmado. Mi perfil era la de un mandril con una barba incipiente con palabras enredadas por el licor y frases ostentosas que pretendían demostrar elocuencia y sabiduría musical, pero que se quedaban en balbuceos y frases de cajón sobre «un sonido personal» o «la motivación intínseca de ser músico». Puras pendejadas.  Le pedí al bajista una copia de ese video porque quería atesorarla para ese futuro que nunca llegó en el que sería famoso y podría demostrarle a mis fans que yo había sido un artista, un músico, un elocuente. Jamás me pasó la copia y seguramente ese video ya no existe.

Acabo de ver un documental de Foo Fighters en el que Dave Grohl y compañía cuenta el trasegar de la banda y, mientras tanto, yo pensaba: «qué ridículo era yo a los 20 años». Eso ya lo sabía, desde esa misma tarde en la sala de estar de la casa del bajista, mientras el VHS reproducía el video hecho en mi casa, en el cuarto donde ensayábamos. La siguiente sensación que tuve mientras escuchaba a Grohl fue la de que esa ridiculez me sigue persiguiendo. La música la abandoné hace ya varios años y me dediqué a la escritura, algo que hago de manera bastante mediocre (no lo digo yo, lo dicen los muchos concursos en los que he participado y que nunca he ganado, ni siquiera menciones ni semifinales ni nada de nada). Y en la escritura me sigue persiguiendo esa imagen del mandril con barba incipiente diciendo maricadas y estupideces. Eso es lo que siento que hago cada vez que termino un cuento y considero que es lo mejor que he hecho y me lleno de agallas y lo envío a concursos  o publicaciones y, cuando hay respuestas, me sugieren muy amablemente hacer revisiones de forma y contenido.

Estaba casi seguro que, al abandonar la música, había abandonado el deseo de inmortalidad, pero he descubierto que está más vivo que nunca y que tiene puntos altos en el que es la motivación principal para seguir escribiendo y tratar de obtener algunas aprobaciones de cercanos y anhelando ganarme unos cuantos millones de pesos o poder viajar a, por ejemplo, Berlín o Sao Paulo.

Sigo soñando como el adolescente que siempre he sido.

¿Vale la pena que siga pensando que quiero ser inmortal? Tal vez no, pero es una bonita -y pueril- motivación para seguir haciendo lo que me divierte, porque si no me divirtiera hacer lo que estoy haciendo en este preciso instante, ya no sería estúpido, sería un tarado de mierda.

Finalmente pensé que muchos seguimos persiguiendo ese deseo de inmortalidad de muchas maneras, más aún en estos tiempos donde creemos que «todos» nos ven a traves de las redes sociales o «todos» nos leen porque tenemos 59 mil seguidores en twitter o 5 mil amigos en Facebook. Hoy más que nunca queremos inmortalizarnos en la retina del desconocido, anhelamos que nos reconozcan en la calle así sea para decirnos «hey, ese es el gordo de mierda que tiene perfil de mandril».

Ya voy comprendiendo el porqué en las películas muestran a viejos de 80 años -como Christopher Plummer- haciendo un flashback de su vida, recordando los pequeños momentos de bienestar y la infinita lista de penurias de la vida y, al final con música de Hans Zimmer, un cierre con lágrimas por la vida vivida. Hacer este ejercicio muchas décadas antes es sencillamente miserable. No hay nada que valga la pena en la acumulación de recuerdos. La inmortalidad necesita de, al menos, 50 años de experiencias acumuladas (y no de 50 álbumes con 100 fotos cada uno en el Facebook); necesita de muchos éxitos e infinidad de pérdidas (no ganar dos concursos y haber sido rechazado en diez); necesita de canas y arrugas.

Ya comprendo por qué no me gustan las cámaras.

Insomnio

Cae la noche y lo único que quiero es dormir.

No puedo.

Música, televisor, cigarrillos, libros. Mi cuerpo es un despojo que no se quiere dejar caer en la cama. Anhelo dormir.

No puedo.

Los pies congelados y las manos yertas. Masturbación. Humo.

No puedo.

Ojos irritados y la atención dispersa. Buscando en la mesa de noche.

No puedo.

Condones, discos compactos, un pasaporte virgen. Brilla y tiene filo.

No puedo.

Acero resplandeciente. El peso justo. Contundente.

No puedo.

La carne se va separando y el líquido ferroso lo inunda todo. Cruje, rasga.

No puedo.

Los párpados pesan y la cama está ahí a mi lado. Inmovilidad.

No puedo.

El reloj ya no tiene sentido. Es el momento justo.

Puedo. Claro que puedo.

Una carta

Arturo:

Siento la imperiosa necesidad de escribirte esta carta para contarte algo que tengo ahí, atorado entre las costillas, que puede no ser de tu mayor interés, pero que es preciso por ti por quien ha surgido esa sensación.

Te conocí por primera vez en uno de esos antros cerca al Zócalo. La primera impresión que me diste fue la de un tipo echado a perder. Arrogante e indiferente con quienes te rodeaban. Cada vez que abrías la boca te hedía a mezcal y las palabras tenían ese olor a desierto, más allá de Sonora, buscando con la obsesión de un suicida a esa joven poeta que te cambió la vida. Me acerqué a tus amigos, a García Madero, a Ulises, a San Epitafio, pero todos me insistían que nunca me ibas a dirigir una palabra. Una vez nos topamos en la puerta del Encrucijada Veracruzana y apenas te dignaste a decirme: «He conocido a un compatriota tuyo. Era un sicario». Quería romerte la jeta a puños pero tu sombra fue más grande que mi voluntad. Una semana después una de las Garmendia me dijo que te habías ido para Europa.

Durante varios años fui conociendo de tus aventuras por medio mundo en busca de esa tal Tinajero. Te cruzaste con amigos míos, fueron ellos los que me dieron las indicaciones de cuáles eran los caminos que estabas recorriendo, todos erráticos. Sí, Arturo, yo sabía dónde encontrarla.

¿Por qué te cuento esto? Porque yo también me obsesioné con ella.

Laboré en cuanto trabajo caía en mis manos: Corrigiendo trabajos de grado mediocres, repartiendo volantes de electrodomésticos a crédito, lijando y pintando madera, sistematizando encuestas sobre productos de aseo. Fue García Madero el que me sacó del atolladero y me dijo que lo acompañara al otro lado del Atlántico. De nuevo la oportunidad de cruzarme en tu camino.

Nada más pisar estas tierras ajenas y tú ya te habías convertido en un mito. Nadie sabía si estabas vivo o muerto. Muchos juraban que te habían visto en la más profunda demencia, escribiendo poemas infrarrealistas en las fachadas de algunos establecimientos y escupiendo bilis con mezcal. ¡Me enteré que encontraste a Tinajero! Te la follaste un par de veces y le dejaste un poema de mala muerte. Siempre tan cabrón. Perdóname, Arturo, pero bien lo sabes. Te embarcaste en una nueva obsesión: un viejo alemán veterano de la segunda guerra que ahora se dedicaba a publicar novelitas de baja estofa. ¿Por qué siempre buscando marginales? Eso no me importa. Tenía que encontrarte para entregarte esta carta pero ahora me das miedo. Ese miedo que se te pega a la piel y la va desprendiendo de la carne y deja entrever la oscuridad del alma.

Necesitaba entregarte esta carta, que no sé si la leas, porque de nuevo yo sabía lo que te ibas a encontrar en estas tierras. De frente te ibas a estrellar con nuestros estigmas. Te ibas a atragantar, como lo hiciste, con nuestra sangre derramada. Quise llegar unos meses antes para advertirte que allá, en ese México que abandonaste tan pronto, aquel viejo alemán que querías conocer había hecho estragos. No precisamente literarios. Practicaba el deporte de la muerte.

Quise decirte, Arturo, ese día del Encrucijada, que no voltearas a mirar hacia adentro, hacia la oscuridad de nuestra latinidad, porque te ibas a encontrar de cara con la enfermedad, con el repudio, con el Mal. Sé que he llegado tarde y no sé si escupirás sobre esta hoja o si la quemarás o simplemente la sostendrás entre tus manos mientras que se te desgajan las lágrimas. Te seguí porque te necesitaba, te necesitábamos vivo, por un tiempo más.

Si te salvas de esta, por favor no olvides visitarme.

Sadia.